La precaria suerte de los cigarrillos

  La precaria suerte de los cigarrillos, que observan la frivolidad del fumador, dueño de su anunciada muerte; el trayecto tedioso para coincidir en las manos de un vendedor sin alma, que después ofreció al precio de un suspiro, sus minuciosos cuerpos que serán consumidos por la angustia de un hombre; aquel hombre, que ahora lo fuma desinteresadamente, con pesadez respiratoria y ese dolor que lo inhibe de todo sentimiento trágico o existencia secundaria, que en el vacío de su conciencia y que a sus 34 años, la tenacidad de su mirada, no se conmueve de la nimiedad que exhala desde la profundidades de sus pulmones, orquestando la ritualidad de acabar con los cigarrillos a cambio de despertar los inescrutables deseos del ayer.

   Es un escenario pírrico para morir, fuma y observa, como las bombillas y su tétrica ansiedad de aprehender a la oscuridad, como el cuadro de pintura de algún plagio barato que cuelga en su cuarto, como el banco que lo reta o la soga que se balancea en el medio de su espacio y la soledad que sugiere que su compañía no es suficiente.

   Ernesto excomulga a otro cigarrillo, la tenue respiración que sostiene en el promiscuo movimiento, retrae a la decadente nostalgia de aguardar bajo palabra la ecuanimidad de sus pensamientos; sus fantasmas se esconden en las páginas polvorientas de esos libros olvidados, como si fuesen esclavos y fieles servidores de la soberbia de su amo; desabrocha un fatigado botón de su camisa, libera a los pantalones de su horario laboral y extiende su cuerpo al exhausto descanso; sobre el somnífero delirio, en el silencio ahorcado, en la oscuridad de sus miedos, Ernesto percibe que una sombra de igual y semejanza a la suya, se para sobre el banco y calza su opulenta cabeza en la soga; la perpetua calma que mantuvo Ernesto, no altera el consumo de exuberantes nubes de humo, se acomoda llevando el cuerpo hacia adelante apoyando sus antebrazos en las piernas, y dice:

 —No te culpo, hasta yo lo haría en tu lugar —vuelve a su postura inicial y prosigue— debe ser lamentable que la luz te perpetúe en el anonimato de la vida, y que ahora en la oscuridad tengas la autonomía de ser libre y quieras suicidarte. Aun así, lo hagas o no lo hagas; volverás a mí, y a mis pueriles pasos desorientados, obviamente que no serás la misma, pero ¿cuántas veces tendrás que suicidarte para morir? No puedo liberarte, no soy el que concede tal magnificencia, tendrás que hacerlo todos los días y emular a Sísifo, quizás lo consigas— agarra otro cigarrillo, mientras se ríe y le ofrece uno a su sombra— ¿No quieres fumarte uno antes de hacerlo? Bueno, yo lo haría ¿qué la vida no es justa? La vida no sigue parámetros, no tiene noción del bien y del mal, la vida es como es, un mar de incertidumbres, de un ir y venir; el orden, la justicia, el bien y el mal, lo inventamos nosotros, la vida debe ser absuelta de toda culpa, ella no nos elije ni nosotros a ella; somos simples casualidades, un sinfín de irrisorias coincidencias que terminaran en la muerte; la espléndida muerte, todos le temen, pero en realidad, es como la cura de la enfermedad ¿No? No quiero morir, a pesar que lo he pensado; pero, si lo haría, estaría huyendo; como tú lo haces, huyes de la luz, huyes de mí. ¿Y para qué? Al fin y al cabo, cuando la luz se proyecte por aquella ventana, reencarnaras a mi lado, imitando mis movimientos, fingiendo de que eres una parte de mí; pero no es así, tu solo eres el reflejo de la oscuridad, no ocupas espacio, ahorcarte y sorpréndeme, que no es usual ver una sombra suicidarse.

    

    Sin el titubeo del aire, la sombra eleva su pie derecho hasta la altura de sus rodillas y con un movimiento encolerizado, sacudió el banco de sus pies; quedo colgando de su liviano cuerpo, la soga sujetaba con fuerza, se balanceaba de un lado a otro; hasta que de pronto, su cuerpo dejo de moverse, quedando una nube negra envuelta sobre el idilio desahuciante de un sortilegio mortífero.

Ernesto contuvo el aliento en toda la escena, al darse cuenta de que su sombra quedo sin vida, se levanta del sillón, eleva los brazos, y empieza aplaudir, con un desparpajo irritante y poco halagador:

—¡Bravo! Conmovedor, muy conmovedor. ¿Y ahora qué? ¿Qué sigue? ¿El fin de una era, el comienzo de una metamorfosis, la muerte de mis miedos, la oscuridad eterna? A ver ¿Qué sigue ahora? — gritaba desesperadamente— Muéstrense petulantes ignorantes, que se creen dueños de la verdad; no hay ninguna verdad, dios es una justificación para vivir ordenado, dios no existe y la luz solo se ocupa de mostrar a la vida, la esperanza es una enfermedad, un denigrante analgésico que nos mantiene condenado a desear algo que es imposible de poseer.

   Ernesto busca en la mesa los cigarrillos, su trémula intención de calmar sus miedos, impedía que fumara; empezaba a sentirse angustiado, asfixiado, desolado, la oscuridad no dejaba que sus sentidos actuaran, la confusión de sus pies lo hacía tropezar con todo, el universo se reconstruía sin consentimiento alguno de su imaginación; el aire, los sonidos, acechaban a sus tétricos pensamientos, de que pasaba algo; sentía que las paredes se achicaban, que se encogían en cada intento de moverse, miró a su alrededor buscando el cuerpo sin vida de su sombra, pero el barrunto presagio en la ciega expedición de encontrar la luz, lo hizo sentarse y abrazar sus rodillas, como un niño aturdido después de una pesadilla. Se escuchan algunos golpes, dirige su mirada hacia la puerta y de pronto una escandalosa luz blanca, vislumbraba a sus confundidos ojos, percibía que todo el lugar había cambiado enseguida; la luz mostraba un espacio blanco, con almohadillas en las paredes y un diminuto respiradero arriba del cuarto; se abrió la puerta, dos sujetos lo elevan para que se levante y siguiendo las órdenes, caminaron por los pasillos del inhóspito lugar, se sentía solo, desarmado, huérfano de su propia ilusión, sin omitir alguna palabra, observa sus pies y ahí estaba:

–Tranquilo Ernesto, viste que siempre regresa, pueden huir en la oscuridad; pero cuando la luz se despierta, ellas regresan juntos a nosotros; además, nunca te abandonaría en el día de las tomografías ¿quieres un cigarrillo antes de hacerlo…– decía el enfermero que lo cargaba en sus brazos.

 

Simón Correa

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2 comentarios

    ¡Tienes una prosa envidiable! Muy buen cuento, es fantástico, de lo mejor que he leído en tiempo. Enhorabuena!

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