RESPUESTAS INCONCLUSAS

Incrédulos observaban a su profesor impartir la asignatura como un día cualquiera. No les cabía en la cabeza cómo el educador podía tener más ganas de estar en clase que el propio educando. Su forma de transmitir cada lección tenía algo que les desconcertaba, pues nunca habían visto a alguien cuya determinación e ilusión por su trabajo fuera tal. Observaban atentos su forma de expresarse, no solo la verbal que, con pocos significantes, transmitía implacables significados. También la corporal… en un mudo silencio era capaz de despertar la curiosidad en los alumnos con una mirada e incluso con un gesto que en apariencia pasaba desapercibido.

Las mentes de aquellos estudiantes estaban despertando de un largo letargo cuyo origen se remontaba a los confines de sus memorias. Con tan poco tiempo vivido y tanto contratiempo devenido, ellos, habían olvidado el ímpetu y la verdadera naturaleza de la educación. Se creían que estaban estudiando para ampliar sus conocimientos y así destacar. Y era este mismo razonamiento el motivo por el cual estaban completamente ensimismados con la asignatura ya que, poco a poco, estaban reformulando ese modo de entender el estudio en sí. Ese profesor, en efecto, les estaba ayudando a conocer sobre dicha materia, sin embargo, más allá de eso, les estaba enseñando a aprender a aprender. De hecho, esas fueron las palabras que usó para introducir la asignatura a principio de curso: “aprenderemos a aprender”. Los alumnos no tardaron en tratar de revocarle su propósito sentenciando que se fundamentaba en una redundancia que tan solo realzaba su propio significado sin ir más allá. Aquella semana la clase se dedicó a sacar conclusiones sobre ese escueto y abstracto propósito dando pie a una serie de hitos del grupo a lo largo del semestre.

Pasaba el tiempo y cada día el alumnado veía al profesor más cercano, como un igual y, no era porque él cambiase su conducta ni forma de interactuar con ellos, era porque estaban aprendiendo de verdad. Algunas clases atrás se habían quedado atrapados con una idea que tan alegremente había sugerido el educador. Decía así: “El amor es sustento de vida y por consiguiente no hay vida sin amor”. Una avalancha de interrogativas sobrevino al profesor en un principio, pero al tiempo se fueron convirtiendo en miradas de sorpresa y sonrisas calculadas por parte del alumnado. Estaban comprendiendo la encubierta misión de aquella asignatura, esa frase introductoria de principio de curso abarcaba tanto como la mente era capaz de soñar y partía de un concepto por todos conocidos. El “aprender a aprender” se había revalorizado en un “aprender a amar”. Y así mismo los educandos fueron llegando a la conclusión de que amar era conocer, conocer era amar y que amar era el principio de aprender a vivir. Les inundó la perplejidad como a aquel que ha vivido siempre en la sombra y ve un rayo de luz… Claro que sabían lo que era amar, sin embargo, la perspectiva les hizo ver que su amor era algo selectivo. Dado que el mismo profesor desveló su profunda dificultad en poner en práctica dichos principios en plenitud. Pues llevaba años tratando de amar todo lo que conocía y siempre se le escapaba algo aun siendo consciente de ello.

Entonces, paulatinamente, les habló de las inseguridades que él tenía y el trabajo que le había dado durante toda su vida el descubrirlas, más aún el aceptarlas y afrontarlas. Por el momento, a pesar de ser ya un adulto hecho y derecho, confesó que a su parecer era una tarea tan ardua como deleitante. Era una tarea cuyo origen se remontaba al cúmulo de respuestas inconclusas que era su pasado y lo que le precedía y sucedía. Se trataba de un proceso en el que siempre que se encontraba una respuesta se descubría una nueva interrogativa.

Este último era un punto difícil de abordar por ello el profesor elaboró una respuesta que se debía descifrar. Escribió en la pizarra, para que lo pudieran ver todos, lo siguiente: “Los años pasan y los daños pesan, pero no hay mayor pesar que dejar pasar el tiempo sin los daños sanar”. El debate se inició un instante eterno después de que asimilarán lo que ponía ahí. Porque eran las cosas que dañaban las que más costaban de sanar y se requería de amor, amor incondicional, para deshacerse del amor condicional. Pues el trascurso del debate concluyó que no se podía concebir un amor condicionado como tal, en todo caso se trataría de unas preferencias personales tildadas.

Yendo más allá de la respuesta encontraron una de esas incesantes nuevas interrogativas de las que hablaba el profesor ¿Eran entonces sus inseguridades las que les impedían amar sin condición? Ya que las inseguridades partían de los daños que tenían cada uno como cicatrices abiertas en el corazón y enmascaraban esas preferencias personales tildadas como amor en esencia. Decididos a resolver tal encrucijada los educandos tomaron la iniciativa de exponer uno por uno sus más arraigadas debilidades, cosa que muchos se descubrieron haciendo por primera vez. Tras un ejercicio exhaustivo de introspección y retrospección vieron que no consistía tanto en la naturaleza de la propia inseguridad sino en la mirada que se posaba en ella. Lo que para uno podía parecer el suave aleteo de una mariposa para otro era un inevitable tsunami. Cayeron en cuenta que esa mirada de la que hablaban susurraba a voces si se confiaba o no en que lo que se veía tenía cabida en sus corazones.

Los astutos alumnos quisieron rizar más el rizo y llevar al límite los conocimientos que ofrecía la asignatura. Expusieron el planteamiento de que una mirada desde el corazón solía pasar por el infranqueable filtro de la razón. Esto llamó en especial la atención del profesor. A él se le podía ver como sus ojos irradiaban de entusiasmo. “E aquí pues, la cuestión última que sin reparos se muestra indemne e irresoluble ¿Impera la razón sobre el corazón o es al contrario?” Dejó la pregunta en el aire y les pidió que entre todos redactasen una respuesta que contaría como examen final de la materia.

Después de sopesar los educandos cuál era la respuesta más pertinente de entre todas las vertientes optaron por ser escuetos y precisos: “No hay razón que impere sobre el corazón si sin corazón impera la razón.” Cuando el profesor leyó la respuesta de la clase se quedó pensativo ante la doble negación y contrariedad sintáctica que mostraba una aparente incongruencia. Sin embargo, descubrió que en ella se daba a entender un claro significado y halló en este la validez de su respuesta. Satisfecho con el progreso y la evolución de sus alumnos desarrolló él mismo la validez del constructo elaborado por los estudiantes: “No hay razón que impere sobre el amor si es el amor quien sostiene la única razón.”

Más que aprender a aprender o a amar los alumnos habían comprendido que el amor era el principio, medio y fin de la vida. Y que, sin amor, no se podía hablar ni obrar con razón ni de corazón. Ahora estaban definitivamente preparados para afrontar cualquier lección de la vida ya fuera un golpe de realidad o el galope de la espontaneidad.

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