Recuerdo el primer día
que monté en bicicleta.
Era azul mar y blanca espuma;
dos banderas en las ruedas
y cintas de colores de seda
en las maniguetas.
Dormía sin el asiento
para que yo no la montara.
De níquel son su faro y timbre,
transportín de bravo acero,
cajetín de parches de cuero
y un bombín de aire en la tija.
Todo sigue en mi recuerdo.
Miraba cuesta abajo,
un pedal, luego el otro.
Rodaba y yo la seguía
encima y al instante debajo.
Sangre en la rodilla,
el reloj quedó sin manecilla.
Nos pusimos los dos en pie,
los míos en sus pedales.
Ni la sangre seca, ni el dolor
del cristal del reloj roto
impidieron que mi bici
sintiera el aire en sus ruedas,
que sonara a libertad su timbre
y que ondearan bravas sus banderas,
porque ella me llevaba
muy contenta por la carretera…
Al mar de ese dulce verano.